Educar: un acto político violento.
Directamente relacionado con todo lo anterior,
es necesario poner en juego el concepto de violencia. En nuestra época, el
concepto de violencia no sólo abarca a la violencia física, o contra el cuerpo,
sino también la psicológica, y hasta la violencia ejercida contra el
patrimonio. En los protocolos de intervención de INAU, Primaria y Secundaria de
nuestro país, se puede ver reflejado un concepto de violencia que coincide con
el publicado por la OMS ya hace casi dos décadas:“El uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como
amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o
tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos,
trastornos del desarrollo o privaciones”[1].
Incluso se habla de “menoscabar o limitar
el goce de derechos”[2].
Salvando el carácter provisional del concepto
de violencia, dado que éste cambia y ha cambiado a lo largo de los años,
podemos decir que también el concepto de violencia depende directamente del
concepto de derechos, que a su vez también cambia y se transforma
permanentemente. Lo que hoy no es considerado violencia, aún sin que cambie el
concepto mismo de violencia, podría llegar a ser violencia mañana si se
redimensionan los derechos del individuo, y una nueva declaración de derechos
aparece.
Por tanto, siempre estaremos discutiendo sobre
qué es o no violencia hoy. O qué fue o no violencia antes. Pero desde la
definición actual, que algo sea o no un acto violento depende de la situación
de los derechos.
Permítasenos compartir algunas reflexiones que
surgieron al leer el artículo de Estanislao Antelo, “notas sobre la
incalculable experiencia de educar”[3].
Este autor plantea, utilizando como ejemplo clarificador una película
estadounidense, “Mi novia Polly”,que entregarse al acto educativo es entregarse
a lo impredecible. Que el educador es “metido, entrometido y heterometido”, y
esto es porque, aunque el educando no se lo pida, enseña igual, aun cuando sean
cosas en apariencia inservibles para los educandos, y a pesar de que no les
interese. Porque según Antelo, ofrecer lo que los alumnos no piden es
educación.
Luego de una reflexión coherente con estas afirmaciones
acerca del aprendizaje como subproducto (impresiones que surgen
espontáneamente, como consecuencia semi arbitraria de las vivencias, como el
amor, el respeto, la dignidad), el autor plantea la pregunta desafiante: “¿A
quién se le ocurre, a quién se le puede ocurrir restringir la experiencia
educativa a la capacidad de aprender?” Critica con esta postura, como podría
hacerlo cualquier docente mate en mano en sala de profesores, las pretensiones de la pedagogía de hacer
calculable lo incalculable[4]
que es el acto educativo, y la ineficaz solución de adecuar la oferta a la
demanda educativa, que acaba bajando el nivel de los contenidos.
Y nos deja con una interrogante más: “En qué
medida la triste confusión entre la enseñanza y la estimulación de capacidades
(quiero decir, lo que está sucediendo) restringe la experiencia educativa a un
deporte adecuador?” y el corolario “¿Qué hace un educador si no interviene?”.
En la postura misma de Antelo se puede ver
reflejado el porqué del estancamiento de la educación. Primero, la confusión
que se origina en los discursos contradictorios que llegan desde los organismos
encargados de la planificación de políticas educativas, los cuales causan
confusión en los educadores, siendo ésta perfectamente entendible. Segundo, la
impotencia que deviene de la falta de participación real en las decisiones que
se toman desde esos organismos. Y tercero, el querer hacer las cosas bien y no
saber cómo. Al respecto de esto, es necesario quebrar una lanza por los docentes
que persiguen la causa educativa aunque la crean muchas veces una causa
perdida.
Sin embargo, y dejando el melodrama de lado,
Antelo no se da cuenta de las trampas en las que cae su propio discurso.
En primer lugar, el concepto de educación que
plantea el autor, y que coincide con las prácticas educativas normalizadas en
nuestro país (y en muchos otros países) como ofrecer lo que no te piden, es un
acto violento.
En el acto de obligar a un individuo a aprender
aunque no lo quiera hay violencia. En el marco de una educación obligatoria,
no, más bien en una educación con contenidos obligatorios, que es donde está el
problema, no en el hecho mismo de la educación como derecho obligatorio, hay
violencia. Un sistema de evaluación donde la subjetividad del maestro es avalada
por la institución como la última palabra hay violencia. Hay violencia porque
existe un conflicto directo con los derechos inalienables de todo individuo
como la libertad de pensamiento y expresión, o la libertad de elección y
acción. Y ese conflicto está madurando hoy en día sus frutos.
Hoy en día[5],
los educandos comienzan a entender su naturaleza como seres libres y no se
dejan gobernar tan fácilmente. Sus mentes no se dejan invadir por los
argumentos de adultos superiores intelectualmente[6],
pero en la mayoría de los casos es porque otros argumentos (tener un celular,
usar tal o cual marca, hablar de fútbol, peinarse o vestirse de tal forma)
llegaron primero, estaban mejor presentados y eran más interesantes. Y ahora el
maestro se ve en un brete que resulta aun cómico: enseñar sobre la libertad y
después pedirles que hagan lo que él quiere, que da la casualidad que es
espantosamente opuesto a lo que la sociedad ofrece, y absurdamente inútil hasta
para un niño. Además, en una sociedad donde todo pasa muy rápido, los procesos y
tiempos educativos son abrumadoramente lentos y de tener intenciones de
cambiar, los espacios de transformación se convierten en espacios de
contradicción.
Esa contradicción y ese estancamiento son
percibidos por los educandos. Pero lo que es peor, sus identidades se están
construyendo dentro y desde esa yuxtaposición inconexa de procesos.
Aún más, desde la definición que da Antelo de
educación como ofrecer lo que no te piden, cabe preguntarse si hoy en día está
habiendo actos educativos, o si en realidad son conflictos educativos, entre
los mundos de los educandos y los contenidos que pretenden mostrarles los
adultos. Un conflicto violento que sólo puede llevar a la imposición del poder.
Antelo (y muchos otros) hablan de la dualidad
entre lo lejano y desconocido y lo cercano y familiar. Lo que hay para aprender
y lo que ya se sabe. Ahora, estos planteos en absolutos nos alejan de la
pregunta que debería ser la básica ¿Qué pasa en la relación entre lo lejano y
lo cercano? ¿Cuándo y por qué lo desconocido se puede llegar a convertir en
familiar? Tiene que haber al menos un vago deseo para que eso ocurra, de lo
contrario, siempre será desconocido y lejano. Autores como Philippe Merièu,
plantean que lo lejano puede ser necesario para entender y transformar lo
cercano[7].
Pero como excluimos al chico del proceso de transformación, y como además no lo
solemos considerar como constructor de conocimiento (por ser ignorante, pequeño
y débil[8]),
entonces sólo enseñaremos según suposiciones políticas de lo que el niño tiene
que saber. Abrimos cada vez más la brecha entre el educando y el educador, y
cuando la misma se hace demasiado evidente, tal que los gurises reaccionan,
entonces convertimos al acto educativo en un acto violento.
De la misma manera, las prácticas educativas
dirigidas a la inclusión en las nuevas culturas urbanas, son actos violentos,
actos que pueden ser incluso de invasión cultural (Freire 1998). Mediante la
educación, se inculca a esos bárbaros «silvestres» los modales, vestimentas,
música y demás a las clases dominantes, pues son los que poseen EL modelo a
seguir.
Se busca igualar las
diferencias sociales, imponiendo modales y programas educativos políticos
(en el sentido de justificación del uso de fuerzas coercitivas), donde el
educador, profesor, maestro se encuentra parado sobre un espacio vacío. Desde
ese lugar, tiene que tomar una postura, pero a su vez se exige que esa postura
no pueda ser opuesta al programa educativo. En sí, el educador termina siendo
un reproductor de las necesidades políticas al asumir y generar la
reiteración de un programa que, aunque puede ser reformulado en contenidos, no
se reformula desde el vínculo educador - educando.
¿Cómo, cuándo y por qué motivo esos sectores
sociales habrían de adquirir pautas culturales que no son suyas, que no los
identifican, y por si fuera poco, que son las del sector de la sociedad con el
cual se identifican por contraste? ¿Con qué derecho pedirle a los excluidos que
adopten la forma de estar en el mundo de la misma sociedad que los excluyó? Por
desgracia o por fortuna, como mencionábamos antes, en la actualidad la
estrategia no está resultando. Además, todos estamos más o menos conscientes de
que todo esto es totalmente relativo, y que tal sociedad unívoca, homogénea y
universal exclusora no existe. La exclusión como concepto sólo funciona si hay
algo en qué incluir. Si ese algo, lo que llamábamos «burbuja hegemónica» es
sólo un modelo analógico con efecto de verdad (Núñez 1999), es sólo una falsa
conciencia (Martinis 2009); si la burbuja hegemónica es sólo un imaginario,
entonces, la exclusión y la inclusión son subproductos del mismo.
Ahora bien, ambos lados de la vereda piensan en
el otro como el otro. Y lo habrán de negar, merced a esa misma otredad. Además,
la falsa conciencia sobre inclusión y exclusión está instalada en ambas
veredas. Por tanto tendremos un verdadero problema, si pretendemos hacer
extensión (Freire 1998) de cualquiera de las dos culturas sobre la otra, pues,
el choque y la violencia resultante son inevitables. Tal vez sería hora de
considerar la intercomunicación cultural
en el plano de lo social, o bien, siguiendo la obra de Freire, dejando la
extensión para pasar a la comunicación.
[1]WHO Global Consultation on Violence and Health. Violence: a public
health priority. Ginebra,
Organización Mundial de la Salud, 1996 (documento WHO/EHA/SPI.POA.2).
[2]Protocolo de intervención para situaciones de
violencia hacia niños, niñas y adolescentes. INAU – SIPIAV, Noviembre 2007.
[3] Este artículo fue publicado por el mismo autor
en su blog http://www.estanislaoantelo.com.ar/; pero aparece publicado en
“Educar: ese acto político” Frigerio y varios, Buenos Aires, Del Estante, 2005.
[4]No debería sorprendernos la similitud en los
planteos de Dicker y Antelo, pues ambas publicaciones aparecen en el mismo
libro.
[5]¿Veinte o treinta años después de la
implementación de la ley de emergencia, que marcó la salida de la dictadura?
[6]Jacques Rancière “El maestro ignorante: cinco
lecciones para la emancipación intelectual” (1987). Barcelona, Laertes, 2003.
[7]PhillipeMeriéu “Frankenstein Educador”,
Barcelona, Laertes, 1998.
[8]Dicker (2009), al hablar de la mitificación de
aquél pasado ahistórico que mencionamos más arriba, alude al pensamiento
popular sobre los jóvenes como “hombre cada vez más débiles”.
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