El día que vino el Inspector

Transcripción de la narración oral del Prof. Frodo. Comenzó como una conversación trivial, y apenas lo dejé hablar, me contó con lujo de detalle lo acontecido. Tomé nota desde que inició su discurso… lo vi liar un faso de tamaño considerable, con la tranquilidad que lo caracteriza, lo vi terminar su primer vaso de whiscola y se disponía a probar el otro, cuando comenzó a hablar…

Soy un tipo como cualquier otro, intentando dar lo mejor de mí y haciendo lo que me gusta hacer. Vine a parar a un pueblo remoto escondido entre los cerros, y lo hice siguiendo mi brújula interior.
Todavía sigo sin comprender por qué le hablé como le hablé… Aun no termino de sopesar las implicancias en los hechos que te voy a contar, porque todavía no he salido del problema. Todavía veo las cosas desde adentro. La ficción todavía tiene mucho de realidad… y al revés.
No obstante, quiero contarlo. Uno siente a veces que necesita compartir ciertas cosas, porque son muy grandes para tenerlas adentro uno solo. Asimismo, uno es grande para tener esto adentro. Así que mejor que salga.
Este es un año de locos. Ha pasado tanta cosa… tanto que lamentar, tanto que llorar y tanto que olvidar… en fin, tanto que aprender, y tanto que enseñar. No puedo adentrarme más en los detalles porque a veces siento que no tengo libertad para tener una vida completa. Soy sólo un ser atrapado entre las líneas de mis propias palabras. Ni siquiera con mucha imaginación podré salir de aquí. Quedaré estancado en este momento por el resto de la eternidad… y aun así, deseo contarlo para que sea parte de la biblioteca universal.
Y aunque suene como un relato inconexo en medio de miles de relatos, como unas palabras sueltas en el medio de millones de textos, tengo la certeza de que este relato saldrá a la luz para cambiar el curso de muchos acontecimientos que suceden hoy día… al menos a nivel ficcional, que es todo lo que puedo aspirar a cambiar.
¿Cuál es el móvil de un relato, sino el de ser plantado cual semilla en quien lo recibe, a fin de que florezca algún día y alcance, junto con la del ser humano que lo recuerda, su madurez?

Hizo una necesaria pausa. Bebió un par de sorbos del vaso y quedó pensativo por unos segundos. Luego prosiguió…

La visita del Inspector no me sorprendió. Más bien, me pareció oportuna. Tantos años trabajando con los gurises, años de investigación, de estudio, de esfuerzo, casi en solitario. Nunca, en todos estos años, había tenido una visita de Inspección, en la marginación profesional que vivimos tantos profesores ficticios del Uruguay.
El hombre llegó con mala cara. Saludó apenas, como una especie de susurro ronco, en el que dijo un nombre casi inentendible (por eso no lo digo) y entró en el salón. Estábamos formando una ronda con los chicos, unos hablaban del partido de Uruguay.
Él se sentó lejos de la ronda. Lo invité a acercarse y se negó. Se sentó con una mirada que se asomaba entre los papeles apretados sobre el pequeño banquito liceal.
La clase comenzó, los gurises cooperaron en lo que pudieron, como hacen siempre… los conflictos que tengan con uno parece que se borran cuando ese uno necesita ayuda. Hay algo en el corazón de la gente que sigue dándome esperanza.
Todo pasó muy rápido, pero yo estaba muy consciente. Traté de dar lo mejor. Más todavía que siempre. Y eso que siempre es mucho, la mayoría de las veces.
La clase terminó. El Inspector me gritó preguntando por la libreta… estaba en mi casa. Me la había llevado el fin de semana. Sí, señores, violé la ley. Soy lo que se puede ver como un foragido del siglo XXI. El que se lleva el trabajo a su casa, porque no se lo pagan para hacerlo en el lugar de trabajo e igualmente lo tiene que hacer, es el foragido de este siglo. Una vez fueron los renegados que sustraían bienes a los que acaparaban más de la cuenta. Después los que acapararon, acapararon tanto y se cuidaron tan bien que había que robarle a los pelados como el foragido. Y así transcurre la historia de los ilegales. Algunos somos muy atrevidos. Mi atrevimiento fue colosal. Llevarme el trabajo a mi casa, cuando está prohibido, porque es un documento que no puede ser visto por… el gato, por ejemplo. Que no puede mancharse de café o ser llevado al baño como lectura recreativa.
La libreta del profesor es un documento sagrado. Una santa escritura del libro de la vida de los alumnos y profesores, sólo que éste muere, como casi todos los libros de la vida, sumergido en el moho que habita en el fondo de los depósitos, hasta que un alma caritativa decide purgar las almas de los árboles inertes que les dieron origen, mediante el fuego o el triturador de papel.
El Inspector, retirándose, dijo algo en ese tono imperceptible que parecía caracterizarlo en las muchedumbres y, claro está, no lo escuché.
Atravesé el patio, dando la vuelta por la zona bloqueada por reparaciones, y me dirigí al pasillo que sale del edificio hacia la calle de enfrente. El Inspector estaba sentado en la oficina de la Directora. Yo abrí la puerta y entré diciendo:
-  No sabía dónde estaba Ud., salió tan apurado que no llegué a escuchar adónde iba. – Por cierto que había salido apurado del salón. El mismo apuro con el que entró. El mismo apuro con el que tomó apuntes, y el mismo apuro con el que recibió la devolución…
-  Yo le dije que venía a la oficina de dirección. – Dijo en un tono grave, con un volumen bastante alto de voz. No comprendí qué necesidad había ahora de levantar el volumen cuando estábamos en soledad y a puerta cerrada. O por qué no era necesario un volumen más alto de voz cuando estábamos en pleno ruido… La primera cuenta rápida que saqué fue que el volumen de la voz tenía una intencionalidad que excedía el simple propósito de ser o no escuchado, porque carecía completamente de adecuación a las circunstancias.
-  Disculpe. Si lo dijo, no lo escuché. – Le respondí.
Hasta ese momento yo traía cierta ilusión de poder contarle sobre mi trabajo, de poder expresar lo que para mí significa haber escuchado a los gurises, haberlos observado, traía mi cuadernito, en el cual tomo apuntes casi todos los días, traía los materiales que estaba utilizando… pero no traía puesto el chaleco antibalas.  No sé si no fue esa la omisión más importante.
El Inspector estaba sentado de espaldas a la puerta. De tal manera que para tomar asiento tenía yo que pasar junto a él, luego junto al escritorio y  sentarme del otro lado, enfrente de él.
Mientras avanzaba, me llamó la atención la luz que entraba por la ventana, que da a la calle. Miré apenas por un segundo el tejido enrejado y las hojas de los árboles que se erguían sobre la vereda.
Tomé asiento. El inspector mencionó que estábamos esperando a una profesora. Permanecimos los dos cerca de un minuto en silencio, mientras él ojeaba sus apuntes, con el rostro tenso. A la llegada de la Profesora, se indicó que sería la representante de Dirección, dado que no estaba presente la Directora.
Comenzó entonces la devolución – si se le puede llamar así -. El inspector me pidió que hiciera un análisis de la clase. Yo comencé el relato, e intenté explicar algunos de mis puntos de vista sobre lo sucedido en el aula, pero fui permanentemente interrumpido por el Inspector, que prácticamente no me dejaba terminar un enunciado sin hacer alguna pregunta inquisitiva o cambiar de tema. No recuerdo todos los pormenores de esa parte de la conversación, supongo que de tan interrumpido que fui, logré hilvanar argumentos apenas conexos. Dije algo sobre mi intento porque los estudiantes se apropiaran del lenguaje para analizarlo, algo sobre cómo intervine cuando un chico molestaba a otro, o cuando me agaché junto a un chico para señalarle a la compañera que tenía enfrente e indicarle que la escuchara… Pero no pude decir mucho más. Todo lo que decía era usado en mi contra.
El Inspector anotaba cosas en una hoja, tapando lo que escribía con otra. Se mostró alterado y comenzó una nueva conversación:
-  ¿Dónde se posiciona usted cuando planifica la clase?
-  ¿Cómo “dónde me posiciono”? ¿A qué se refiere?
-  ¿Desde dónde se posiciona usted cuando da la clase?
-  Desde dónde me posiciono cuando doy la clase…  no sé, depende, a veces me posiciono cerca del pizarrón, a veces no… no sé… No me acuerdo de todos los lugares, depende de lo que esté haciendo.
-  No, no, no. No es eso. ¿Dónde se posiciona usted cuando planifica sus clases?
-  Y depende. Si estoy planificando en un parque, estoy en un parque… Si planifico en mi casa, en mi casa. Si estoy en otro lado, en otro lado ¿Qué quiere saber?
El tono de su voz bajó, el volumen aumentó, su expresión fue agresiva.
-  No es eso lo que le estoy preguntando.
-  ¿Qué me está preguntando? – Me dirigí a la Profesora casi susurrando – No entiendo lo que me pregunta este hombre.
-  Él quiere decir…– me dijo ella, pensó unos segundos y se dirigió a él – ¿Qué es lo que Ud. quiere saber Inspector?
-  Le estoy preguntando al Profesor en qué autores se basa para su trabajo, es decir, qué marco teórico le da a sus clases.
La Profe (porque era toda una Profe, como uno siente a la Profe cuando está en un examen y lo están apedreando, y la mirada, las palabras de la Profe son como una tabla para un náufrago) me miró – Él quiere saber cuál es el marco teórico en el que te basas para planificar tus clases.
-  Sí, sí – continuó el Inspector - ¿En qué fundamento teórico se basa para hacer su trabajo?
Ahí comprendí lo que me preguntaba. Y respondí con la verdad, realmente me sentí tan bien de poder responder con la verdad…
-  En todos…. En ninguno… A veces en algunos, a veces en otros. A veces en uno…
-  No, no, no – me interrumpió – usted no me responde lo que yo le pregunto.
-  ¿Cómo no? Le estoy respondiendo.
-  Usted no me responde.
-  Le estoy diciendo que a veces en todos, a veces en algunos, a veces en uno solo…
-  Bueno, dígame en cuál.
-  ¿Quiere que le diga uno?
-  Sí, digame uno…
Me puse pensativo.
-  Es difícil elegir uno, son todos tan interesantes… - Dije. Por mi mente pasaron Jaques Rancière, Déborah Kantor, Umberto Eco, Platón, Tales, Paulo Freire, Ferdinand de Sausure, Emilio Alarcos, Ignacio Bosque… en ese orden y a esa altura iba, más o menos, cuando fui interrumpido nuevamente.
-  No me dice ninguno.
-  Es que es difícil decirle uno…
-  ¿Pero cuál es su postura, una postura pedagógica o más bien lingüística?
-  ¿Y por qué tiene que ser una o la otra?
-  Bueno, lingüístico-pedagógica… ¿Qué postura elige usted?
-  La mía.
-  ¿La suya? ¿Usted es un teórico?
-  Claro. ¿Usted no?
-  No, no, yo no – dijo, (describo este código gestual porque me resulta poco común) echándose para atrás en la silla, levantando las cejas, haciendo movimientos laterales rápidos con la cabeza y formando para su “o” un círculo con los labios ajustado desde las mejillas y mostrándome las palmas de las manos, agregó – Yo soy un transpositor –, pronunciando  “trans-posi-tor”).
-  ¿Usted es un transpositor? – Le pregunté.
-  Sí, yo soy un transpositor.
-  ¿Y se siente bien siendo usted un transpositor? ¿Escribe usted?
Luego de la pregunta, sus ojos se tornaron más animados. Su expresión facial se relajó. Sus ojos miraron hacia arriba.
-  Sí… bueno, en realidad tengo libros publicados, creo que hay uno en la biblioteca del liceo.
Intercambiamos algunos comentarios sobre su obra, no recuerdo todos, mas sí recuerdo que intervino también la Profe.
-  Me encantaría leer un trabajo suyo. – le dije.- De hecho, su fama le precede.
Se mostró algo confundido, entonces agregué
-  La Profesora (y le dije el nombre) habló maravillas de usted. Estuvo en la sala docente y por lo que habló, se llevó una muy buena impresión de su trabajo y de su punto de vista.
-  No me suena el nombre…
-  Trabaja acá – Añadió la Profe.
-  No, no sé quién es.
-  Lo importante es que me habló muy bien de su trabajo, se nota que lo admira mucho. – Comenté.
Especialmente en esos momentos, se dirigía más a la Profe que a mí. Su tono parecía sonar en los medios de su voz. Realmente agradable al oído. Hizo una breve descripción del trabajo en la sala docente y señaló que fueron “muy lindos momentos”. Pronto su tono volvió a ser grave y estridente.
-  Pero ahora estamos hablando de usted. ¿Qué marco teórico tiene usted? – Me señaló con un gesto rápido de mano abierta, los dedos apretados y el pulgar abierto.
-  Ya se lo respondí.
-  No, usted no me respondió, me dijo “todos”, no sé qué, pero no me dijo ninguno.
-  Capaz que usted quiere que responda algo en particular, - le dije - ¿por qué no me dice qué quiere que le responda? ¿Qué quiere que le responda? – Volví a dirigirme a la Profe. - ¿No le respondí ya la pregunta?
Ella levantó las cejas y se encogió de hombros.
-  Bueno, en fin – interrumpió el Inspector – Vamos a pasar a la devolución de la clase.
-  Muy bien – dije. Y me acomodé para escucharlo.
-  Obviamente estuve en presencia de una clase sin planificar.
Yo fruncí el seño. Y seguí escuchando.
-  No vi la utilización de textos en la clase. Usted lo que utilizó son ejemplos ad hoc.
-  Disculpe, tengo entendido que ad hoc tiene que ver con inventar un texto a propósito para dar un tema…
-  Aparece muy claramente en el libro de Piccardo – continuó de modo brusco. – Lea a Piccardo, haga el favor. Usted cometió errores graves de concepto, y errores ortográficos en el pizarrón.
-  ¿Errores?
-  Sí, errores. Por ejemplo, decir que “aburrido” es según algunos autores un participio pasivo; decir que “hay una oración subordinada cuando hay una pregunta sin tilde”. Puso una pregunta sin signos de interrogación. Bueno, eh, unos cuantos errores más.
-  Al respecto podría decir que… - quería explicarle que como era la primera hora estábamos trabajando ideas previas, que el pizarrón era construido por los estudiantes.
-  Yo ya lo escuché a usted. Ahora estoy hablando yo. Le agradezco si me escucha. – Amonestó.
-  Muy bien. – Dije, y continué escuchando, a estas alturas ya no me quedaba mucha otra opción… de cualquier manera yo ya no sería escuchado por métodos no violentos. Sonreí, algo nervioso… pero también eso lo incomodó.
-  Deje de hacerse el payaso. No sé por qué se toma las cosas con tanta gracia. Yo vengo a trabajar aquí, no vengo a reírme.
-  ¿Y no le gusta su trabajo?
-  Claro, yo disfruto de mi trabajo, este…
-  Yo lo veo más bien triste…
-  Yo puedo hacerme cargo de mis sentimientos. – Se enojó, claro estaba. Quedó un segundo pensativo, con los ojos fijos en la mesa, pero en seguida volvió a fruncir el seño con un leve sacudón de cabeza. - ¿Ha realizado escritos?
-  No, de momento no. No sé si voy a hacer todavía…
-  ¿Cómo que no sabe si va a hacer escritos?
-  Claro, no lo tengo previsto todavía.
Continuó anotando cosas en lo oculto.
-  No tiene la libreta en el liceo. Dice que la tiene en su casa. – Se dirigió a la Profe – Vamos a elevar un acta donde figure que el Profesor no tiene la libreta en el liceo.
-  Claro – reflexioné en voz alta – la ausencia de un papel se compensa con otro papel.
-  No, no. – Dijo el Inspector – Vamos a elevar un acta porque el registro pedagógico del docente no está en el liceo como corresponde.
-  Por eso digo. La ausencia de un papel se compensa con otro papel.
-  Usted sabe que la libreta no se puede sacar del liceo, ¿verdad?
-  Sí, lo que pasa es que llegó hace poco, tenemos que entregar las notas pronto y quería hacerla como corresponde, con todos los apuntes que quiero ponerle, los colores y eso…
-  Pero no se sacan las libretas del liceo. ¿Sabe usted eso?
-  Todo el mundo lo hace… - Dije bajando el volumen y la cabeza.
-  Vamos a firmar el acta, Profesora.
Por supuesto que accedí a firmar el acta. Dado que documentaba algo que es completamente verdad: que la libreta no estaba en el liceo. Le ofrecí mostrarle mi cuaderno de campo, que es donde está todo el registro completo de mi trabajo (ya que en la libreta no hay espacio para ello, además de que en mi cuaderno tengo muchísima información sobre los estudiantes que utilizo para planificar y desempeñar mi tarea). Se rehusó categóricamente a ver mi cuaderno, como tampoco había visto ningún cuaderno de los chicos.
La Profe se retiró de la oficina. Otra vez quedé solo con el Inspector. Intercambiamos muy pocas palabras estando solos allí. Me dio la impresión de que no quería hablar conmigo sin testigos. Seguía anotando en la hoja de papel, tapándose para ello con otra hoja. Cuando regresó la Profe, le pregunté a él qué anotaba.
-       No le voy a decir. Tiene que esperar a que le llegue la devolución.
-       De acuerdo. ¿Y no puede decirme algo ahora?
-       Usted tiene que ponerse a estudiar. Usted no sabe nada.
-       Bueno, pero ¿al menos me puede dar alguna sugerencia de cómo mejorar mi trabajo?
-       No, no. Yo no vengo al liceo a enseñar. Yo vengo a inspeccionar. Lea a Piccardo – dijo inclinándose sobre la hoja donde se firmaría el acta.
-       Claro, pero…
-      Espere a la devolución.
Luego repitió que leyera a Piccardo. No me dijo cuál Piccardo, qué libro de este hombre, ni dónde hallarlo.
Le informé que como escrito lo que había era la prueba diagnóstica, que había sido realizada en coordinación con mis colegas y que todavía estábamos en labor de revisión. Mientras yo se lo explicaba, él asentía, totalmente serio.
No me daba por vencido, quería hacer una pregunta más:
-          ¿Es realmente necesario firmar un acta porque no está la libreta?
-          ¡No se burle de mi inteligencia! – Exclamó alterado. - ¡Se lo pido por favor!
-          De acuerdo… - respondí resignado.
Y ahí sí, decidí dejar de hacer preguntas, ya que todos mis intentos de establecer una comunicación feliz acababan en nada.
Me preguntó algunas formalidades para llenar el informe, como mi formación, grado, número de cobro y demás.
El acta fue escrita por la Profe, mientras él dictaba el texto. Firmamos los tres. Intercambiamos algunos comentarios más, en tono bastante más relajado. Solicité permiso para retirarme y regresé al salón.
Cuando entré, los gurises me preguntaron ansiosos
-  ¿Cómo le fue, Profe?
-  No lo sé – Les respondí. – Tengo que esperar a que me den la devolución. Gracias por su apoyo, gurises. Ahora saquen por favor los cuadernos y anoten la tarea.


No pude aguantar todo el turno. Me sentía como si me hubiera atropellado un camión de carga. Di aviso y me retiré. Me retiré a pensar sentado en un banco de la plaza. Y me puse a llorar. Las lágrimas eran tan grandes que dolían al salir.
Y así estaba, llorando, cuando siento algo calentito y peludo apoyado sobre mi rodilla. Era un perro, cachorro, tan feliz y tan hermoso que nadie podría seguir llorando con aquella criatura enfrente.

Le di las gracias. Me levanté y me fui, pensando que de alguna manera, el universo se ingenia para hacerme saber que estoy haciendo las cosas bien.

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