Ganas de irme

Qué ganas de irme

Salir corriendo, abriendo los brazos, sacando el pecho
y respirando el aire puro y feliz de la novedad.

Dejarte clavado en el medio de los cerros
para que te encuentre la próxima alma que vas a torturar.

Recoger mis mejores cosas y dejar lo que no sirve,
lo que es basura dejar para uso de tus lacayos
serviles e infelices que me han visto llorar
con la alegría que yo tenía cuando llegué acá.

Me arden las venas de deseo de contarlo todo
de sacarme del alma el peso de la verdad que está
arrugada y apretada en la parte de atrás de mis pensamientos.

Me encomiendo al más infalible de los dioses: el tiempo
para que abra los pétalos de los relojes.

Me encomiendo a la más pura de las diosas: el agua
para que lave tus maquillajes de buenos vecinos
y que ya nunca otro inocente esperanzado caiga en tus fauces.

Doy voces al viento para que sople de ti mis huellas
desde los cuatro puntos cardinales
para que nunca nadie sepa que estuve aquí,
para no tener que soportar la vergüenza de haber sido contado entre los tuyos.

Que quede de este momento el vacío que sentí
el tiempo que aquí estuve.
Que sea el relato luego, apenas un escobajo de los frutos que brindaste.

Pido al inevitable olvido que se lleve tus raíces
hacia lo profundo de la tierra
para que se purifiquen por fuego
en las entrañas calientes de magma
de donde nunca salen los malditos.

Y que de esta sórdida sinfonía de dolor
queden un par de notas,
las que vibran en mi interior,
las que vibraron con lo poco, poquísimo despierto
en un pueblo de dormidos
las que vibrarán aun después de mi muerte y de la tuya,
y que esas notas dibujen la melodía de la nueva canción.

La canción de la esperanza
la canción que me trajo a tus sucias manos.
La misma canción que ahora me lleva a ser feliz a otro lado.

No importa cuánto lo intentes,
ya no tienes poder sobre mí.
Álzate cuanto quieras, golpea mi cuerpo con furia,
convéncete de que haces sufrir a mi mente y mi alma
como lograste hacerlo una y otra vez…
para que permanezcas, hasta el día que despiertes,
dando ladridos a tu imagen en el espejo,
cual se agazapan los perros detrás de tus rejados,
mientras los hijos de la humanidad deambulan en libertad
por las alegres calles de la utopía.

Tuyo es tu propio dolor.
Tuyo es el fruto de tu desgracia.
Mía es la liviandad del hombre que puede estar en cualquier parte
porque lleva su casa consigo.
Mías es la cosecha de lo que he sembrado.
Mía es la esperanza.
Mas ya no seguiré compartiendo contigo
lo que todo el tiempo me arrojaste en la cara.

Otros vendrán, más agradecidos.
Otros, que sepan apreciar lo bello más que tú.

Ahora déjame en paz, para que el tiempo que queda
antes de dejar de ver tu horrible rostro
transcurra lo más serenamente posible.
Sereno, como te gusta fingir que eres.

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