El hombre de las máscaras
Tenía algo en el rostro que todos criticaban. Y eso se estaba convirtiendo en su naturaleza aceptada. Por eso se fue lejos, quería encontrarse... quería saber quién era en verdad, quién era en su interior.
Caminó algún tiempo fuera de las rutas, lejos de los caminos, caminó a solas durante algún tiempo.
Encontró un valle pequeño entre colinas y bajó a beber agua en un arroyuelo.
Mientras lo hacía, vio la hoja de una planta, bastante grande, que tocaba el agua. La arrancó.
Luego buscó el origen de la corriente de agua con la vista y vio una cueva. Decidió entrar.
Ya dentro, luego de haber recorrido un poco el lugar, pensó que sería un buen sitio para quedarse, al menos por esa noche.
Hizo fuego, aunque no comió nada. No había necesidad.
La hoja de la planta, grande y plana, descansaba junto a la fogata. La tomó en sus manos y con el cuchillo le hizo dos orificios para los ojos y uno para la boca. Se colocó la hoja como máscara. Precisó que debía tener orificios para respirar. Realizó la precisión. Se volvió a probar la máscara. Necesitaba atarla a su cara. En la noche salió a buscar hierba con qué impsovisar su atadura. La encontró, la llevó. Junto al fuego añadió el detalle a su diseño y probó la máscara una vez más. Le quedaba bien.
Tomó sus cosas y se fue a otra ciudad en medio de la noche. Llegó al amanecer a la casa de una señora antigua amiga de su fallecido padre. Detalle irrelevante.
Entró al cuarto y se colocó la máscara. Se vio al espejo. Sonrió. Esperó con ansias el amanecer. Amaneció y salió con la máscara a la calle.
Embelezado desde la seguridad de su refugio contempló las caras de los transeúntes, cómo se desfiguraban sus formas neutrales, como se transformaban al instante sus expresiones. Cámara lenta de gentes que lo miraban uno tras otra, mientras avanzaba por la calle poblada de personas.
Regresó a su casa. Pensó que la misma máscara no le serviría dos veces. Pensó en hacer otra. Colgó la primera en la pared... la nueva sería de tela. Durmió una siesta tardía. Se despertó a la medianoche. Hizo su máscara de tela, con detalles cosidos a mano. Esperó el amanecer y la estrenó.
El impacto fue emocionante.
Y se le hizo hábito. Hábito diario.
Al cabo de unos meses, se notaba ya que las personas esperaban la salida del hombre de las máscaras, para ver qué nuevo diseño traería, si madera pulida, si cerámica moldeada, si papel maché, si figuras hindúes o sudafricanas, si una máscara de teatro medieval japonés o una máscara de la grecia clásica.
Hasta que el tema comenzó a generar inquietud. "¿Quién es el hombre de las máscaras? ¿Por qué utiliza máscaras y no muestra su verdadero rostro? ¿Qué es lo que esconde?". Algunas personas empezaron a lucir máscaras, que al poco tiempo dejaban de usar.
La gente comentaba. Señalaba con el dedo. Todavía había algunas simpatías, pero ya había muchísimas caras de desagrado, parejas de viejas que cuchicheaban frunciendo el ceño y los labios; miradas, risas, burlas... y pronto, un representante del gobierno fue a su casa.
No podía tolerarse que alguien se escondiera tras máscaras todo el tiempo. Debía revelar su verdadera identidad. Debía mostrar su rostro. Debía cumplir su deber y ser debidamente identificado a los efectos legales.
Intentó defenderse. Fracasó. Un guardia lo sujetaba mientras el otro removía la máscara en la plaza central de la ciudad.
Al verlo, la gente habló a viva voz. Había quien lo conocía de su ciudad de origen. Fue quien publicó su nombre. Fue quien habló de su antiguo yo. Y fue quien volvió hasta su ciudad con la noticia. Fue quien repartió entre las personas más populares que el hombre detestado se había convertido en el hombre de las máscaras.
Sin embargo, no había crimen en aquel hombre. Tuvieron que dejarlo ir, so pena de no utilizar máscaras nunca más en su vida.
Nunca más se supo de él, aunque rumores, por supuesto, hay muchísimos.
Caminó algún tiempo fuera de las rutas, lejos de los caminos, caminó a solas durante algún tiempo.
Encontró un valle pequeño entre colinas y bajó a beber agua en un arroyuelo.
Mientras lo hacía, vio la hoja de una planta, bastante grande, que tocaba el agua. La arrancó.
Luego buscó el origen de la corriente de agua con la vista y vio una cueva. Decidió entrar.
Ya dentro, luego de haber recorrido un poco el lugar, pensó que sería un buen sitio para quedarse, al menos por esa noche.
Hizo fuego, aunque no comió nada. No había necesidad.
La hoja de la planta, grande y plana, descansaba junto a la fogata. La tomó en sus manos y con el cuchillo le hizo dos orificios para los ojos y uno para la boca. Se colocó la hoja como máscara. Precisó que debía tener orificios para respirar. Realizó la precisión. Se volvió a probar la máscara. Necesitaba atarla a su cara. En la noche salió a buscar hierba con qué impsovisar su atadura. La encontró, la llevó. Junto al fuego añadió el detalle a su diseño y probó la máscara una vez más. Le quedaba bien.
Tomó sus cosas y se fue a otra ciudad en medio de la noche. Llegó al amanecer a la casa de una señora antigua amiga de su fallecido padre. Detalle irrelevante.
Entró al cuarto y se colocó la máscara. Se vio al espejo. Sonrió. Esperó con ansias el amanecer. Amaneció y salió con la máscara a la calle.
Embelezado desde la seguridad de su refugio contempló las caras de los transeúntes, cómo se desfiguraban sus formas neutrales, como se transformaban al instante sus expresiones. Cámara lenta de gentes que lo miraban uno tras otra, mientras avanzaba por la calle poblada de personas.
Regresó a su casa. Pensó que la misma máscara no le serviría dos veces. Pensó en hacer otra. Colgó la primera en la pared... la nueva sería de tela. Durmió una siesta tardía. Se despertó a la medianoche. Hizo su máscara de tela, con detalles cosidos a mano. Esperó el amanecer y la estrenó.
El impacto fue emocionante.
Y se le hizo hábito. Hábito diario.
Al cabo de unos meses, se notaba ya que las personas esperaban la salida del hombre de las máscaras, para ver qué nuevo diseño traería, si madera pulida, si cerámica moldeada, si papel maché, si figuras hindúes o sudafricanas, si una máscara de teatro medieval japonés o una máscara de la grecia clásica.
Hasta que el tema comenzó a generar inquietud. "¿Quién es el hombre de las máscaras? ¿Por qué utiliza máscaras y no muestra su verdadero rostro? ¿Qué es lo que esconde?". Algunas personas empezaron a lucir máscaras, que al poco tiempo dejaban de usar.
La gente comentaba. Señalaba con el dedo. Todavía había algunas simpatías, pero ya había muchísimas caras de desagrado, parejas de viejas que cuchicheaban frunciendo el ceño y los labios; miradas, risas, burlas... y pronto, un representante del gobierno fue a su casa.
No podía tolerarse que alguien se escondiera tras máscaras todo el tiempo. Debía revelar su verdadera identidad. Debía mostrar su rostro. Debía cumplir su deber y ser debidamente identificado a los efectos legales.
Intentó defenderse. Fracasó. Un guardia lo sujetaba mientras el otro removía la máscara en la plaza central de la ciudad.
Al verlo, la gente habló a viva voz. Había quien lo conocía de su ciudad de origen. Fue quien publicó su nombre. Fue quien habló de su antiguo yo. Y fue quien volvió hasta su ciudad con la noticia. Fue quien repartió entre las personas más populares que el hombre detestado se había convertido en el hombre de las máscaras.
Sin embargo, no había crimen en aquel hombre. Tuvieron que dejarlo ir, so pena de no utilizar máscaras nunca más en su vida.
Nunca más se supo de él, aunque rumores, por supuesto, hay muchísimos.
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